[EXCLUSIVA] Agujeros de Sol, de Nieves Mories

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Es guapa, ¿verdad? La mujer sentada en la butaca Chester, a esa me refiero. No, la otra no. La que aún se mueve.


La verdad es que no. Las novelas de Mories nunca son «guapas». Pero son tan atractivas y tan tóxicas como Scarlett O’Hara. Por eso, cuando las abres por dónde quiera que las abras, ya no hay manera de quitártelas de encima. Imagino que así se sentían los pelirrojos gemelos Tarleton: abrumados, ahogados como peces.

Fuera del agua.

Pero Mories es mucho menos amable que Mitchell y sus novelas mucho más retorcidas que la mimada niña O’Hara.

Agujeros de sol es una de esas grandes mujeres con carácter, de una brutalidad delicada que requiere de cierto (des)equilibrio en la lectora. Lo dicen quienes la han leído: que se parece a montar en una montaña rusa en los años sesenta, cuando el peligro de muerte era real.


Quizá no lo sepas, pero lo que está en el reposabrazos no es un taladro ni una grapadora gigante: es una pistola para clavos de sesenta y tres milímetros y casi siete quilos de peso. Casi nada, ¿eh? ¿Quién diría que una chica tan fina iba a pertrecharse con semejante máquina?


Quizá no lo sepas, pero Mories escribe desde dos, para dos, por dos. Ya sucedía en La chica descalza en la colina de los arándanos, una novela poblada por el fantasma de una muerta y el fantasma de su par, vivo pero no menos muerto. Y sucedía en Agnus Dei, donde el juego de espejos multiplicaba los pares como las buenas películas de terror multiplican las perspectivas y los ángulos. Por supuesto, ocurría en Asuntos de Muertos, ese libro de fotografías post mortem donde la pareja de padre y madre da paso a la pareja de padre y hermana y a la pareja de hermanas y a la de hermana y padre y a la de hermana y amigo y a la de primas.

Si has leído alguna de esas novelas, puede que todavía te hagan los ojos chiribitas por culpa de los fuegos artificiales. No te culpes: martillos de bola, tijeras, espectros. Tienes a todo el coro ¿celestial? para despistarte. Pero ya has disfrutado bastante de todo eso. Ahora cierra los ojos y lee (tú ya me entiendes).

Cuando eliminas todas esas parejas y sus relaciones de simbiosis tóxica, cuando te quitas de la nariz ese gancho que Mories te ha colocado para que mires solo a donde ella quiere, porque para eso es su novela, ¿qué ves?

Si miras bien, verás los escenarios vacíos, el atrezzo. Los personajes de Mories son atractivos: despreciables, débiles, contradictorios, tan humanos que a veces no sabes si quieres abofetearlos o llevarles un cuenco de sopa y una manta. Son todo eso y, además, son muchos. En esta novela, más que en ninguna otra suya que yo haya leído. Y son importantes, son reflejos de ese homínido que se miraba en el espejo y no sabía qué demonios estaba pasando. 

Si Gregorio Samsa hubiera sabido que bajo su pellejo humano siempre había respirado un pavoroso insecto, La Metamorfosis estaría firmada por Mories.


Antes de bajar a la bodega mira un rato la tierra baldía que una vez fue un hermoso pinar. Es rojiza, parece caliente bajo el sol engañoso de ese día de invierno en el que ni una nube mancilla el cielo de porcelana. Sabe lo que eso significa: esa noche, las estrellas brillarán más que nunca y el frío será intenso.


¿Te has fijado en el paisaje por el que pasean esos personajes? Esos escenarios son aterradores. Las grandes casas y las casas pequeñas, los bosques y los hospitales. Si golpeas sus paredes suenan a hueco. Solo que Mories no quiere que veamos ese vacío, no quiere que nos fijemos en lo quebradizo de un mundo construido con paredes de ceniza.

Las mujeres de Mories cargan con el peso de su existencia hasta que ya no pueden con él. A lo mejor esa es la razón de que haya dos mujeres para cada existencia. A veces cargan con ese peso también después de muertas, pero llega un momento en que el dolor de hombros se hace insoportable, las vértebras amenazan con quebrarse, la cabeza estalla y con ella todo lo demás.

Entonces esas mujeres, siempre son las mujeres, toman decisiones, actúan. Deciden quitarse de encima un fardo que, bien mirado, ellas no decidieron llevar a cuestas, sino que alguien les encasquetó sin preguntar.

Y cuando eso pasa, el frágil mundo de los viejos ricos, la caja de Faraday construida con el amor de una cría, los lazos familiares más estrechos y la ilusión de la culpa estallan. Literalmente, estallan. Las paredes explotan o sangran o laten, la tierra muestra los horrores que hasta entonces había mantenido ocultos.

Pero Mories no se conforma con arrancar vida y dignidad a sus parejas de personajes. Les arrebata su legado. Ara la tierra con palabras y la siembra de sal para que nunca más florezca. Lo importante no es el martillo de bola, ni el cenicero, ni las tijeras, ni la pistola de clavos.

Lo importante es que, una vez han aparecido ese martillo de bola, y ese cenicero, esas tijeras y esa pistola de clavos ya no hay agujero donde esconderse. 

Por eso es buena idea encontrar esos otros, los Agujeros de Sol.


Las estaciones pasarán y los niños (que son mellizos, claro está) jugarán a cavar agujeros de sol sin encontrar más que tierra blanda y fragante, donde todo muera para renacer, nada más que para eso.


·Lanzamiento: julio de 2020
·Editorial: Dilatando Mentes
·Páginas: 248
·Valoración: Caviar ruso
·Resérvala aquí

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