A nivel personal, indagar sobre el pasado y la cultura de las naciones es algo que me fascina. No es que no disfrute de una buena novela contemporánea, ya sea de terror, fantasía, ciencia ficción o la temática que sea. Es simplemente que conocer el pasado y entender mejor la psique de una nación o movimiento en un momento concreto me parece increíble. No me refiero a novelas ambientadas en el pasado. De eso existe muchísimo, desde Follet a Asensi, pasando por un larguísimo desfile de personalidades de la novela contemporánea que recrean con una sensación de fidelidad absoluta lo que debía ser el pasado… pero sin serlo. Estas novelas tienen su valor, pero no es el que yo intento encontrar; son interesantes, pero desde un punto de vista lúdico incluso.
No, lo que yo busco es representar el presente. Soy un acérrimo seguidor de las historias sobre el «hoy», porque ayuda a comprender el presente, o el pasado, según la fecha de la novela, y las inquietudes de la gente que había detrás. Disfruto casi tanto leyendo estos textos como empapándome del trasfondo social y psicológico de las personas que sostenían la pluma, entendiendo el por qué de sus historias, el qué les empujaba a contar historias. Muchos autores se plasman en estos personajes, trasladando una parte de ellos al papel impreso, desnudando sus sentimientos y su motivaciones personales. Reafirmando quienes son y por qué escriben.
Quizá por esos azares del destino, hace medio año cayó sobre mis brazos la novela de la que quiero hablar hoy: El caminante (Kōjin, 1912), de Natsume Sōseki —escrito según la onomástica japonesa, donde el apellido se escribe primero. Reconozco también mi gran interés con este pequeño comentario de la cultura asiática, en especial la japonesa, por lo lejanas e interesantes que me parecen. Japón vivió una situación muy peculiar dentro del tejido global, siendo un país aislado desde 1603 con la instauración del Shogunato Tokugawa hasta la llegada de la Restauración de Meiji en 1868. Más de doscientos cincuenta años donde el país, librado de influencias externas, creó una evolución propia ajena al resto del mundo, cada vez más globalizado: los samuráis depusieron sus armas, pero la férrea sociedad estamental producto de ese hibrido extraño que conforman el budismo, confucianismo y sintoísmo se mantuvo invariables durante todo este periodo. Toda creación, invento, texto o festividad vivió para y por el país, por lo que el estilo japonés se convierte en algo único por lo endógamo que era.

Para muestra, el mismo Caminante, pero antes de hablar de la novela y de su autor, quiero poner un último ejemplo sobre la mesa. En España se sucedió un periodo similar al vivido en Japón, solo que mucho menos extenso y acuciado que este. Además, no fue hace mucho, pues la Dictadura Franquista es algo que, aunque parezca lejano, no es más que una página en la vasta historia del mundo. Durante los casi cuarenta años que duró, las libertades se vieron limitadas bajo un régimen totalitario, y basta con ver como en los años más cruentos de la represión, los comprendidos entre 1939 y 1959, el país se quedó rezagado en cuanto a los avances que nuestros países vecinos vivían en su día a día. Si eso sucedió en España en apenas cuarenta años, ¿cuáles serían las consecuencias en doscientos cincuenta?
Con Meiji, Japón dio un salto al vacío sin paracaídas en pos de la modernización, con la esperanza de que los esfuerzos colectivos —y las imposiciones del gobierno, por supuesto— sirvieran para crear un estado moderno a semejanza de Estados Unidos y los países Europeos. Se dejaron atrás una gran cantidad de señas identitarias del país y se provocó una modernización del Estado sin precedentes: se contrataron expertos en todas las ramas del conocimiento para establecer carreteras, trenes, sistemas de comunicación, electricidad, vehículos, mejorar la medicina, aprender idiomas extranjeros con los que comunicarse… En apenas 30 años, el país, en sus principales ciudades, había cambiado hasta límites casi inimaginables.
Es en esta tesitura cuando nace Natsume Sōseki —cuyo nombre real era Natsume Kinnosuke— el 9 de febrero de 1867, apenas un año antes de la restauración de Meiji. Natsume es hijo del viejo Japón, de educación y enseñanza en los clásicos chinos confucianistas, pero también del Japón modernizado que llegó después. El autor se crio con ambos trasfondos, uno en su infancia y otro en su juventud, y vivió en sus mismas carnes como el proceso de modernización a marchas forzadas de la maquinaria de Meiji se nutría de desechar la tradición y, mediante un nacionalismo muy férreo alentado por las victorias japonesas ante china (1894-1895) y Rusia (1904-1905), se convirtió en la potencia imperialista que fue hasta su derrota en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Natsume vivió todos estos momentos, pues hasta su muerte en 1916 a la edad de 49 años debido a una úlcera de estómago, estuvo en primera fila dentro de la sociedad cultural japonesa. Enamorado de la literatura china, Natsume comenzó cerca de 1887 a componer haikus bajo la tutela de uno de los grandes poetas de la época, Masaoka Shiki, para matricularse en 1990 en el departamento de Literatura Inglesa, aprendiendo el idioma durante esta etapa. Un par de años después de terminar su licenciatura, este acepta un puesto de profesor en Shikoku, lo que para sus compañeros del circulo cultural era «un exilio», para al año dimitir y terminar enseñando en un instituto de Kumamoto. Allí se mantuvo cuatro años, y fue donde conoció a Nakane Kyōko, su futura esposa.
Sin embargo, el matrimonio no salió bien, así que en 1900, como una forma de escapar y conocer mundo a su vez, acepta un puesto de estudiante becado por el Gobierno de Japón para estudiar en Gran Bretaña. Le mandan a Cambridge, pero debido al pobre estipendio que recibía por parte de su país, tuvo que abandonar la idea y decide estudiar en la University College de Londres. Los tres años que pasó en Reino Unido, si bien beneficiosos para sus intereses académicos, fueron extremadamente duros para él: viviendo en un estado de pobreza casi absoluta, Natsume se pasaba muchos días encerrado en su habitación leyendo los libros que compraba con el dinero que le enviaban… el cual también se suponía que era para comer. Su dramática situación se deja entrever en el prefacio de su libro Bungakuron, de 1907:
«Los dos años que pasé en Londres fueron los más desagradables de mi vida. Entre los caballeros ingleses viví en la miseria, como un pobre perro perdido entre una manada de lobos.»
Regresó a Japón en 1903, pero a partir de este momento y hasta su muerte padeció de neurastenia junto a una úlcera péptica que terminó matándolo en 1916. Aceptó la catedra de Literatura Inglesa de la Universidad Imperial de Tokio, anteriormente ocupada por Lafcadio Hearn, pero lo abandonó a los pocos años debido a lo odioso que le resultaba el puesto. Desde su vuelta, comenzó a ocupar todo su tiempo libre en escribir, con un ritmo constante de novela por año hasta su muerte.
Los relatos de Natsume Sōseki pueden separarse en periodos. Un primer periodo más satírico y experimental, donde aborda gran cantidad de temas e incluso se permite usar elementos sobrenaturales para construir sus historias, como en el caso de Soy un gato (Wagahai wa Neko de aru, 1905).Otras dos novelas de este periodo son Botchan (1906), donde en clave satírico narra sus propias vivencias como profesor en Shikoku, y El minero (Kōfu, 1907), donde aborda la soledad y la conexión con las personas a través de un joven que, tras una relación fallida, decide huir del mundo trabajando de minero.
Su segundo periodo, un periodo de maduración en su obra, engloba la trilogía de Sanshirō (1908), Daisuke (Sorekara, 1909) y La puerta (Mon, 1910). En este momento, Sōseki ya había abandonado la seguridad del trabajo en la universidad para dedicarse de lleno a la escritura a través de publicaciones capitulares de sus novelas en el diario Asahi Shimbun, un diario nacido allá por el 1879 y que permanece en activo en nuestros días.A lo largo de estos libros, encontramos personajes más humanos, en una evolución de la forma de narrar que nos encontramos en Botchan. Sanshirō nos cuenta la historia de madurez del personaje que da nombre a la novela, sobre sus experiencias vitales en la gran ciudad y en la universidad, pero sobre todo, sobre su relación romántica fallida con Mineko; Daisuke, por su parte, funciona como una secuela de los temas vitales tratados en Sanshirō, con su protagonista siendo una versión más adulta que reflexiona sobre su propia identidad y su mundo interior. La última de este periodo, La puerta, es la más autobiográfica de este periodo, en una especie de preludio a lo que sería siguiente etapa. Un trabajo que no le satisface, un matrimonio infeliz con una mujer que robó a un amigo y la búsqueda de algo que le diera sentido a su vida. Temas que Sōseki tendrá muy presentes a partir de ahora.
Esta tercera etapa novelística, y la final del autor, comienza con la ya mencionada El caminante, escrita en 1912, para dar paso a la que se considera su obra maestra y equiparada en su país como podría ser El quijote para el nuestro: Kokoro (1914). A lo largo de esta novela, el autor nos sitúa bajo dos puntos de vista diferentes, el de un alumno y su maestro. El alumno funciona como un personaje inocente, que lucha por entender el mundo, y su relación con sensei, alter ego del autor, encerrado en si mismo y sus pensamientos. Ambos se conocen por casualidad, pero hacen migas por el interés que despierta en el protagonista la actitud del sensei. La novela es especialmente importante, pues no solo funciona como un retrato de la sociedad de la época, sino que además contextualiza la situación a través del suicidio del general Mori mediante seppuku tras la muerte del Emperador, convirtiendose en su momento —e incluso ahora— en un fiel reflejo de los sentimientos contradictorios existentes entre el viejo Japón y el nuevo Japón de Meiji.
Lo mismo sucede con su última novela completa, Las hierbas del camino (Michikusa, 1915), donde se muestra la sociedad de contrastes por la que transitó la vida del autor. Igualmente autobiográfica, la obra nos muestra esta vez como era la vida cotidiana del autor, el dolor que le provocaba la relación tan desgraciada con su mujer, hijas y familia en general. Una novela que, sin llegar a ningún lado, se disfruta solo por el mero placer de la maestría de la prosa de Natsume. Por desgracia, la muerte alcanzó al autor en 1916, dejando inconclusa la que habría sido la obra más ambiciosa y larga que jamás había escrito: Luz y oscuridad (Mei An, 1916).
Creo que, tras este quizá demasiado largo preludio, ha llegado el momento de hablar de la obra que hoy nos ocupa, la primera de las publicadas por Satori bajo su sello de Maestros de la literatura japonesa. Publicado en 2011 por la editorial, coincidiendo casi con el centésimo aniversario de la obra, El caminante nos pone en la piel de Jiro, narrador de los acontecimientos que se suceden durante la historia, y segundo hijo de una familia tokiota. Algo importante, pues según la costumbre japonesa, el primogénito varón es el heredero de la vivienda familiar al pasar a ser cabeza de familia —en japonés sería el señor del ie, traducible como casa, pero que contempla en su significado el de familia y linaje. Es una estructura social que a día de hoy aún pervive en cierta manera dentro de la sociedad nipona—, y por tanto el resto de descendientes deben marcharse del hogar ya sea casándose y pasando a formar parte de otro núcleo familiar —ie— o estableciendo ellos uno propio —algo exclusivo para los hombres.
Bajo este contexto, Jiro se encuentra en un viaje a Osaka para concertar un matrimonio entre un amigo de la familia y la sirvienta de la misma. Un momento de calma donde el autor se encarga de presentarnos la personalidad del protagonista y el trasfondo social de la obra, a la vez que hace gala de su bien hacer describiendo lugares. Debido a que Jiro había aprovechado la visita a Osaka para ver a un amigo, este se sorprende debido a la tardanza de este en aparecer, hasta que por fin recibe una misiva indicando que el que iba a ser su compañero de viaje al monte Koya está hospitalizado por una enfermedad. Durante esta estancia encamado, el amigo de Jiro, Misawa, decide contarle una historia de amor fracasado entre el interlocutor y una joven a la que amaba, pero que debido a una enfermedad mental no pudo llevar a buen puerto.
Tras un tiempo, la familia de Jiro llega a la ciudad para celebrar el acuerdo de matrimonio, lo que nos presenta a la madre, hermano y cuñada de Jiro. A partir de este momento, la novela dejará al joven Jiro como un narrador que compartirá su papel de protagonista con su hermano, Ichiro, y la relación entre ambos y con la esposa de este, Nao. La situación irá tornándose cada vez más dura conforme avance la historia, pues si en un inicio parece que la relación entre ambos hermanos es cordial, los celos comenzarán a aflorar a la par que Ichiro comienza a sufrir ante su incapacidad para conectar con su esposa e hija… en un claro paralelismo, una vez más, con la situación real que vivió el autor.
Jiro es un narrador externo que sirve para mostrarnos a un Natsume que comienza a consumirse debido a su carácter a través de su alter ego novelesco: Ichiro. Este comenzará a padecer ataques nerviosos —como llamaba el autor a sus ataque de neurastenia— mientras la familia se preocupa por él y ve como, pese a que a ratos muestre signos de mejoría, se cierra en si mismo cada vez más. A su vez, la relación entre Nao y Jiro avanza, aunque de una forma casi platónica, pues ambos personajes apenas se relacionan entre ellos más allá de para hablar de Ichiro. Pese a todo, es sorprendente como, con tan poco, el escritor es capaz de crear esa atmósfera de «engaño» a Ichiro, con actos sutiles, palabras de preocupación y gestos que, fuera de contexto, son poco más que cordiales.
Con esta novela,Natsume Sōseki da pie a la ya mencionada etapa final de su bibliografía. Una novela que destaca por el arte en sí que compone la palabra escrita, con una traducción excelente y una fantástica introducción de cincuenta páginas escrita por Carlos Rubio, experto consumado en literatura japonesa, y que sorprende y engancha por la forma de narrar que posee. Las obras del tercer periodo literario de Sōseki no destacan precisamente por lo frenético de la acción, sino por construir el Japón de la época de manera exquisita, creando una atmósfera única que, después de haber leído bastantes autores contemporáneos, colegas, maestros y discípulos del mismo, me hace comprender el porqué de la posición privilegiada que posee dentro del Olimpo de maestros de la literatura, no solo en su país de origen, sino en el mundo entero. Un autor único muy concienciado con el momento en el que vivió y entregado en cuerpo y alma al arte de las letras.
- Editorial: Satori
- Fecha publicación: Abri 2011
- Páginas: 412
- Traducción: Yoko Ogihara y Fernando Cordobés
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